Los indios brasileños que transportaban los cofres del Padre José de Anchieta, cansados de todo, suspiraron: «¡Estamos desalmados!»

Me ha tocado esta expresión al leer las conclusiones de un Congreso que se celebró hace tiempo en la ciudad mexicana de Puebla, sobre un tema apasionante y muy poco habitual. Interioridad y Crisis del Futuro Humano era el título de un conjunto de sabias intervenciones destinadas a analizar los males que afligen a la sociedad moderna. Quizá no procedan tanto de la perversidad de nuestro mundo exterior -concluyeron los congresistas- como de nuestro proprio vacío interior. Antes de condenar lo que pasa a nuestro alrededor, conviene mirar dentro de nosotros mismos.

Ciertamente, hay muchas cosas que no funcionan en el planeta Tierra: con medios materiales para satisfacer todas las necesidades humanas, gran parte de la población mundial muere de hambre, sufre en su carne la guerra, la enfermedad, el analfabetismo, el abandono. Descubrir las causas radicales de esta situación, de esta peligrosa crisis de la humanidad, no parece una tarea fácil. Según los congresistas de Puebla, la falta de respuestas a los desafíos de nuestro tiempo tal vez se deba, en gran medida, a un progresivo descuido de la vida interior, de esa dimensión de la persona que, desde la Antigüedad, se llamaba «espíritu». No ya como opuesto al cuerpo, que bien parte nuestra es, sino como ese principio dinámico al que damos el nombre de alma, ánimo, aliento, fuerza para hacer humana y divina nuestra existencia. Lo contrario del desánimo, del desaliento, de esa falta de energía vital que nos hace «desalmados».

Hoy en día todo nos proyecta hacia el exterior. Las Ciencias y las técnicas apuntan a resultados prácticos, visibles, en la línea de la producción y del consumo. Lo que no es medible, cuantificable, o no tiene una finalidad utilitaria inmediata -lo que es espiritual, diríamos- no despierta interés. El misterio de la vida personal, y también lo que envuelve la realidad en su conjunto, se arroja a la caja de lo irracional y lo inútil.

De este ocaso de la vida interior, sin embargo, somos responsables todos nosotros, en el día a día. Aceptamos, de hecho, sin mucha resistencia una vida derramada hacia fuera, principalmente cuando se vive en un país desarrollado.

Caminando por la calle, es el ruido ensordecedor, la atención a los coches, el evitar los baches, la precaución de no chocar en el bosque de postes de iluminación o en las señales de señalización y publicidad. Dos personas caminan juntas, pero cada una parlotea por el celular con otra que está lejos. Al llegar a casa, ¿qué nos espera? El buzón lleno de papeleo inútil, un montón de mensajes en el contestador automático, las pilas de correo electrónico. Y, después, una burocracia infinita para ejercer cualquier actividad, simplemente para sobrevivir; el deslumbramiento delante del televisor, que vacía más de lo que llena nuestra alma; las relaciones, no con los familiares y vecinos, sino con los que tienen poder administrativo, económico, político, social; la renuncia, en fin, al silencio melodioso, reparador, imprescindible para escuchar nuestras preguntas más profundas y nuestras aspiraciones más nobles.

Tenía fundamento la queja de Tagore: «Nos pican con la aguijada para correr, pero sin saber a dónde…».

Y todo esto en una cultura empapada de invitaciones sabias, como el de Sócrates: «Conócete a ti mismo» o como el de San Agustín: «No salgas, permanece en ti mismo, porque en el salón interior de cada persona mora la verdad».

Estamos de acuerdo en que hay que cambiar las estructuras, revolucionar las relaciones entre los seres humanos. Pero sin antes cambiar los corazones, no hay transformación del mundo que resista. Es importante ir a la raíz, cultivar la ecología de la vida interior, recuperar un modo de vivir con amplio espacio para la reflexión, la oración, el contacto con la Fuente, el Espíritu, sin el cual no hay fuerza vital, dinamismo saludable, mundo nuevo.

Manuel Kant, el filósofo, llenó páginas proponiéndonos convertir el corazón. Pero, ya mucho antes de él, el profeta Ezequiel pretendía más: un verdadero trasplante cardíaco: recibir un corazón de carne y tirar el corazón de piedra, ese tal que va construyendo una sociedad violenta e injusta, un rebaño de seres desalmados.

 

Abílio Pina Ribeiro, cmf

(FOTO: Camilo Jimenez)

 

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