Hay ríos de tinta invertidos en hablar sobre la amistad. Unos la sobrevaloran… y otros la desprecian por quimérica; «cisne negro» llamaba Kant a la ilusoria amistad. Hace años que un compañero me repetía de vez en cuando –y yo sin saber entonces lo que me quería decir- dimidum animae meae. Me sentí muy honrado al aprender que me estaba diciendo que yo era para él como la otra mitad de su alma. Nadie más me la ha vuelto a repetir y eso que creo haber gozado de buenos amigos.
Bajo todo ello observo que para que nazca y crezca se necesitan dos reglas en la amistad, que es una de las más valiosas realidades humanas. Primera regla: es imprescindible cultivar la amistad con minuciosas atenciones, si no queremos que se degrade, languidezca y muera. El modo auténtico de tener un amigo es ser, a su vez, amigo del otro. Y el propio Cristo, ¿no usó, como supremo piropo y expresión de su cariño a sus apóstoles, el que eran sus «amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer»?
Pero hay una segunda regla: Usar la indulgencia y el perdón en caso de debilidad del amigo e, incluso, de traición por su parte. No por buenismo o por ingenuidad, sino por consciencia de nuestra común fragilidad, hay que saber superar las limitaciones y los defectos del amigo. El verdadero amigo en realidad es aquel que lo sabe todo de nosotros mismos, pero nos acepta de todos modos. Más aún, el amigo verdadero se descubre cuando llega la prueba. La más auténtica amistad brilla cuando el otro triunfa. Es fácil secar las lágrimas de un amigo; pero es más difícil aplaudirle –sin mentir ni adular- en sus momentos de triunfo. El amigo perfecto es el que no deja que la carcoma de la envidia le corroa el corazón.
Una persona con ganas de ser enteramente humana tiene que colocar la amistad en uno de los primeros lugares de su escala de valores. Contra lo que suele decirse, el mejor modo de ganar nuestro tiempo es perderlo con los amigos, esos hermanos que hemos podido elegir a nuestro gusto.
Juan Carlos Martos Paredes, cmf