CORAZÓN NUEVO

Decía San Antonio María Claret, figura del siglo XIX, que debíamos tener «para con Dios corazón de hijos, para con las personas corazón de madre y para con nosotros mismos corazón de juez». Bebió este pensamiento en Fray Luis de Granada, escritor y orador dominico, fallecido en 1588 y sepultado en la Iglesia de Santo Domingo, en Lisboa.

Creo que, en el día a día, procedemos al revés: para con Dios tenemos corazón de súbditos distantes; corazón de severo juicio para con el prójimo, a quien aplicamos gravísimas sentencias; y para con nosotros mismos corazón de madrecita pasa-culpas.

En eso nos equivocamos. Dios, efectivamente, o lo consideramos como Padre a quien nos damos confiadamente o no pasa de un patrón a quien se teme, de un fiscal de quien se huye o de un vampiro que chupa la sangre de sus presas. Ese Dios realmente no existe; es un ídolo atroz que mucha gente adora. Prefiero verlo como un amigo del pecho, siempre abierto y generoso.

Cada hombre o mujer es un hermano o una hermana a quien le importa contemplar desde el lado justo, como un vitral. En ese caso, en vez de aparecer como una amalgama de rasgos inconexos, de defectos, descubriremos en todos ellos obras de arte, cualidades y virtudes; conjugaremos el verbo amar y sus sinónimos: comprender, justificar, sanar, ayudar, servir, promover, elevar…

«Te quiero tanto como si fuera tu madre» -decía una niña a su madre, en un momento de efusión-. Cuando el amor rebosa como lava incandescente, cuando se excede en ternura y donación, perdón y paciencia, solo puede compararse al amor materno. La madre saca el pan de la boca para dárselo a sus hijos.

Con respecto a nosotros mismos, por regla general, somos demasiado benevolentes. Hasta para los errores manifiestos arreglamos toneladas de atenuantes y excusas. ¡Qué bello nos parece nuestro rostro cuando nos miramos al espejo! Y si para alguien podemos tener exigencias y rigores, es de lejos para con nosotros, pues bien sabemos de la piedrecita que va en el fondo de nuestra alma. Un serio examen de conciencia no nos deja dormirnos cómodamente en el sofá de la mediocridad.

Y ahora, ¿cómo debe funcionar nuestro corazón en relación a la naturaleza? Debe latir ecológicamente, es decir, como señor de las cosas y no esclavo de ellas; más gerente y administrador que señor y dueño absoluto; más desprendido y liberal que acaparador y egoísta. Respetuoso, por tanto, de las montañas y de los ríos, de los bosques y de los mares, de los animales y de las plantas.

Las criaturas, finalmente, son nuestras compañeras; «hermanas» les llamaba San Francisco, dado que su vida y la vida humana se implican mutuamente. El Santo de Asís iba más lejos y llamaba «madre» a la tierra. ¿No alimenta ella a todos los seres con un amor intenso y su fecundidad sucesiva? Me temo que si se la trata sin piedad, como ha sucedido en los últimos años, no soporte por mucho tiempo el desgaste motivado por el exceso de explotación y de consumo. Puede quedar desierta e infecunda para las generaciones futuras. Solo el corazón ecológico de todos los hombres y mujeres salva al planeta Tierra.

Debemos tener un corazón de juez en relación a nosotros mismos – dije atrás-, pero no dijo todo. Necesitamos también ser indulgentes y comprensivos. Esa parte de la creación que somos nosotros mismos nos merece respeto y cariño. A menudo la perjudicamos con nuestros vicios y abusos. Si no cuidamos de la salud, si no cultivamos como un jardín nuestra personalidad, el mundo se vuelve más pobre y más feo. Si no nos amamos a nosotros mismos, no amamos a nada ni a nadie.

Convenzámonos de esto, amigos: reformar nuestro corazón es dar el primer paso para mejorar el mundo.

 

Abílio Pina Ribeiro, cmf

(FOTO: Tyler Nix)

 

Start typing and press Enter to search