Contra la risa

Un poeta español del siglo XVI, Francisco de la Torre, decía que “el hombre es el único animal que ríe”, añadiendo a continuación, “y que llora, pero nadie tendría más motivos para llorar”. Aunque estemos padeciendo una historia de tantas muertes y heridas, en el imaginario actual tiene mucho tirón la risa. Incluso está de moda y la usan a destajo los publicistas. Desde que se inventó la “risoterapia” se han multiplicado los cursos y talleres sobre los beneficios de la sonrisa, convencidos de que la carcajada rebaja la tensión, favorece la digestión, mejora el sistema inmunológico, ayuda a perder peso, nos hace más atractivos, reduce el colesterol y un montón más de fantasías.

Está claro que, en un mundo sombrío y huraño, la sonrisa radiante abre una rendija de serenidad y de simpatía. A muchos les ha hecho mucho bien la simpática estampa dibujada por un claretiano bueno y santo, el P. José M.ª Viñas, donde aparece la imagen desenfadada de Nuestra Señora del Buen Humor. La podemos encontrar fácilmente con el buscador de Google. El Niño Jesús vestido de payaso con un traje arlequinado sonríe bajo la mirada alegre de la Madre mientras sostiene en su mano un molinillo que gira bajo una lluvia de serpentinas y confetis. Al dibujo se adjunta una oración compuesta por otro santo, el obispo D. Damián Iguacén, quien ya goza de las alegrías del cielo después de largos y fecundos años sirviendo a la Iglesia.

Nadie duda de lo necesaria que es esa emanación de fuerza suave y radiante de la sonrisa que desdramatiza situaciones y ablanda corazones ceñudos. Es una alegría purificada que brota de experiencias hondas como la de sentirse perdonado después de haber metido la pata, del chiste ingenioso cargado de gracia, de creer -y comprobar parcialmente- cómo al final el bien acaba imponiéndose, o de experimentar que podemos abrazarnos como hermanos con un vínculo capaz de resistir las peores tormentas. Es la sonrisa de quien ha estado en el infierno, y ha salido indemne de cuerpo y espíritu, sin sucumbir al rencor, al odio o a la derrota. Gente que se ha negado a refugiarse en la autocompasión o en la revancha. Han comprendido que el amor vence, y han decidido amar, plantando cara a lo injusto.

Dicho esto, también es verdad lo que dice el sabio bíblico Qohélet, cuando en un versículo afirma que “como crepitar de espinos bajo la olla, así es el jolgorio del necio” (Ecl 7,6). Ciertas risotadas groseras y triviales no indican sino vulgaridad. Resultan tan desagradables como repelentes. O la mueca ingenua o superficial de quien no se entera de nada. O el aspaviento evasivo de quien se autodescarta del mundo. Muchísimo menos las risitas, guiños envenenados de sarcasmo que hieren en lo más profundo. Eso no es sano humorismo ni puede confundirse con la verdadera alegría. En el castillo de Javier hay una imagen de un Cristo que, desde la cruz, sonríe. En ese contraste, entre fracaso y júbilo, dolor y alegría, hay toda una declaración acerca de la vida, del amor, del sentido. Sonreír, plantando cara a la muerte, a la injusticia, a lo inmoral, a lo inhumano. Sonreír al ver, con claridad, que el amor tiene la última palabra. Sonreír, aun a través de las lágrimas. He ahí la piedra en que se esculpen las más hermosas historias. Por eso tal vez otro sabio bíblico dirá: “El necio ríe estrepitosamente, mientras el sabio apenas esboza una sonrisa en silencio” (Eclo 21,20).

Juan Carlos cmf

(FOTO: Dan Cook)

 

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