Con las manos vacías

De joven me explicaron muchas veces que en el apostolado regía el viejo principio de que «nadie da lo que no tiene». En estos momentos -muchos años después- ya no estoy tan seguro. Creo que es más cierta la afirmación de Urs von Balthasar cuando escribe que «el privilegio del cristiano es poder dar más, infinitamente más, de lo que posee». A ver si consigo explicarme.

Una mujer fue quien me convenció que no era necesario ser santos para ser eficaces apostólicamente. No es un desvarío. Comentando con ella que los sacerdotes tendríamos casi siempre que callarnos porque decimos “más” de lo que vivimos; porque existe una distancia enorme -cuando no divorcio- entre nuestra vida y el mensaje que predicamos… Ella me respondió: “Los sacerdotes no teneis por qué ser perfectos. Eso no os lo ha encomendado el Señor. Os ha invitado a predicar el evangelio, no a exhibiros a vosotros mismos, recortando necesariamente el evangelio a vuestra medida, que es siempre muy cortita”. Aquella no era una idea disparatada. Incluso me quitó muchos complejos… Desde entonces sé que al predicar, he de hablar del evangelio y no de mí, y hacerlo con humildad, sabiendo que el primer destinatario del mensaje que pronuncian mis labios soy yo mismo.

Pero eso no me da licencia para ser mediocre. Porque entonces sería lo que la flanera al flan: que si se hace con huevos podridos, resultará incomible por muy buena que la flanera sea. Un mensaje serio exige del apóstol tomarse muy en serio la oración, el estudio y los métodos de transmisión. Pero sabiendo que son eso: simples métodos.

Cuarenta años de vida misionera me han enseñado que uno puede dar mucho más de lo que personalmente tiene. Y esto por una razón elemental: en rigor, en el mundo de la gracia ningún hombre da nada. Dios es el único que puede dar, él solo. Y la experiencia de cualquier sacerdote o de cualquier cristiano es que, si él no pone demasiados obstáculos, Dios da a través de nosotros cosas que nosotros ni llegamos a sospechar. A través de las manos vacías puede pasar el torrente de Dios.

En el terreno sacramental esto es evidente: ¿qué son mis manos para absolver? ¿Qué mi palabra para consagrar? Alguien «funciona» dentro de mí para que eso «salga», como el vino sale de la botella sin que ella lo haya engendrado o fabricado. Y ocurre también en otros terrenos más misteriosos: ¿qué cristiano no ha sembrado esperanzas en días en que la creía perdida? ¿Cuántas veces hemos dado alegría a alguien y nos hemos alejado pensando que éramos nosotros quienes más la necesitábamos?

No sé si todo esto que estoy contando será una herejía. Pero, al menos, a mí me sirve. Porque si tengo que esperar a ser santo para empezar a hablar a la gente de Dios, aún seguiría calladito y el pueblo de Dios hambriento.

 

Juan Carlos cmf

(FOTO: Yandry Fernández Perdomo)

 

Start typing and press Enter to search