El título de la película que comentamos esta semana no tiene nada que ver con la ciudad de la ribera del lago Tiberíades en la que, según el Evangelio, vivió Jesús y donde realizó muchos signos. O tal vez, rizando un poco el rizo, podríamos ver un paralelismo con diversas situaciones que afrontó Jesús en esa ciudad: hombres poseídos por espíritus inmundos, leprosos, paralíticos, enfermos y endemoniados; es decir, personas en situación de exclusión y desamparo, necesitadas de afecto y consideración. Muchas personas así pueblan las imágenes de Cafarnaum, la película. La realizadora libanesa Nadine Labaki nos sumerge en el extrarradio de una ciudad de Oriente Medio (Beirut, presumiblemente) y nos hace acompañar el itinerario de supervivencia de tres personas singulares, en las que se aúna la invisibilidad (ella es inmigrante sin papeles; él no fue inscrito en ningún registro cuando nació; el más pequeño, hijo de la mujer, comparte también el mismo destino incierto), el abandono, la falta de afecto, incluso de la propia familia, la soledad, el miedo, la incertidumbre ante el futuro, y más lacras que hacen de sus vidas un permanente esfuerzo por encontrarles un sentido difícil de hallar. Zain es un niño, de edad indeterminada (nos dicen al comienzo que su estructura dental es propia de un niño de 12 años); ella, Rahil, es una inmigrante etíope, en tránsito hacia otro país, indocumentada y por tanto sujeta a la extorsión de las mafias y al miedo a ser apresada y deportada. Su hijo, Yonas, completa el trío protagonista, al que acompañamos durante la mayor parte de la película, sobre todo a los dos niños, en su deambular por el caos de los barrios más deprimidos de la ciudad.
El comienzo de la película es sobrecogedor. El niño, Zain, es conducido desde la cárcel donde sufre condena por haber agredido con un cuchillo a un hombre (más adelante sabremos más detalles de ese hecho), ante el tribunal de justicia. Ahí expresa su deseo de denunciar a sus padres por haberle dado la vida, y haberse despreocupado por completo de él y sus numerosos hermanos, conduciéndolo a una vida sin sentido y sin futuro. A partir de ahí una sucesión de flashback nos invita a acompañarlo en su tormentosa vida familiar, en la que solo encuentra y entrega su afecto a una de sus hermanas más o menos de su misma edad y condenada al destino de muchas niñas de su entorno, el matrimonio concertado, a cambio de unas migajas que los padres reciben a cambio. Zain abandona la casa familiar y en su vagabundear por la ciudad se encuentra con Rahil y su hijo. Los tres se apoyan y se entregan afecto y un sentido de familia que le resulta novedoso. Pero cuando Rahil es apresada, Zain debe cuidar de Yonah y juntos luchar por su supervivencia. Esta parte es el centro de la película, acompañando al niño que debe idear diversas formas de sobrevivir.
Cafarnaúm es un tipo de cine necesario, que nos acerca a realidades desgraciadamente muy presentes en muchas ciudades del mundo. Se inscribe en la estela abierta por películas como Ladrones de esperanza, Ciudad de Dios o El niño de la bicicleta… Y yendo más atrás me han resonado ecos de Alemania año cero, con la que Roberto Rossellini observaba la lacerante realidad de la posguerra europea a través de la mirada desencantada de un niño. Mirada muy parecida a la del joven Zain que, solo al final, esboza una sonrisa, que deja un resquicio a la esperanza en medio del dolor de esta película singular y muy recomendable.

Antonio Venceslá Toro, cmf

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