En un pueblito pequeño de Andalucía había una parroquia pobre y con una tremenda necesidad de restauración.
Se presenta un paisano ante el párroco y le dice:
– «Mire, Padre, yo quiero que me bautice el perrito. Es un cachorrito hermosísimo. Yo lo quiero como si fuera mi hijo. Así es que, Padre, le suplico que me haga este favor».
La respuesta del párroco, ya la podemos imaginar:
– «¡Cómo se le ocurre tal disparate! ¡Cómo vamos a administrar un sacramento a un animal! ¡Habrase visto tal disparate!»
Y así, cuanto nos podemos imaginar…
Pasa un tiempo y dice el amo del perro:
– «Mire, Padre, yo veo que la parroquia está muy mal y si no pone pronto remedio, se le va a caer toda. Una iglesia tan antigua y bonita… Y todo quedará en ruinas. Mire, Padre, si Vd. me bautiza el perro, yo corro con los gastos…»
Y así fue. El sacerdote le bautizó el perro y el hombre cumplió con lo prometido.
Pasado un tiempo, fue el Obispo en Visita Pastoral. El párroco le va dando cuenta de sus actividades pastorales y, llegado un punto, le comenta lo del bautismo del perro. La bronca del Obispo, tremenda. El pobre cura no sabía dónde meterse ni qué motivo de disculpa dar. Acepta la bronca y humildemente empiezan a visitar el templo y demás. El Obispo queda maravillado de cómo había quedado todo y le pregunta al cura de dónde ha sacado tanto dinero con lo que esas obras habrán costado.
– «Sí, Señor Obispo, todo lo ha costeado el dueño del perro».
El Obispo se queda un tanto meditativo, se vuelve hacia el cura y la pregunta:
– «¿Y sobre la confirmación no te ha dicho nada…?»
Antonio Morcillo, cmf