Nunca podré olvidar a Don Victoriano, mi maestro. Quitarle ese tratamiento de “Don” sería desfigurar su recuerdo, y busco todo lo contrario. Fue memorable docente en las aulas de la entrañable escuela de la calle San Lorenzo de mi ciudad natal. Desde mis seis años hasta los once, en que entré en el seminario claretiano, ejerció de artesano en el oficio de convertirnos en personas. Aprendimos de él muchas lecciones: Las de la vieja enciclopedia “Álvarez” y las de la nunca añeja enciclopedia de la vida. Formaban parte de su personalidad su aristocrático nombre, como su característico bigote o las entradas de su frente. Nuestro maestro era un hombre cabal y completo: pedagogo, ingenioso, sabio, artista, actualizado, agudo… y por encima de todo, cristiano. Los sábados, sin faltar ni uno, nos explicaba a los niños de su escuela el evangelio del domingo correspondiente. Aún recuerdo alguna de sus explicaciones sencillas y sabias que suplían con creces los aburridos sermones de la parroquia. Nunca fue un beaturrón de agua bendita, aunque asistía a misa a diario en la vecina iglesia claretiana. Su mentalidad era ancha como un olivar: En mi escuela leíamos la Odisea de Homero y el Quijote de Cervantes. Nos contaba larga y tendidamente las cosas que iban a cambiar y así orientaba nuestra mirada hacia delante.

Nunca agradeceremos de forma suficiente a los maestros y maestras como Don Victoriano. Nos educaron en el sentido del trabajo y en el deber de colaborar con otros. Nos enseñaron a hacer el bien y a reparar el mal. Pusieron límites a nuestros caprichos y niñerías con sus maneras amables de educar en libertad sin perder un ápice de autoridad. Se ganaban a pulso el aprecio, la admiración y el respeto… porque corregían y acariciaban, valoraban logros y nos sacaban a flote cuando nos hundíamos en el hoyo del error. Es verdad que a veces eran algo exagerados sus rigideces o sus métodos disciplinarios, pero nos aportaron el precioso regalo de desear la excelencia sin renunciar al esfuerzo.

Hoy –eso creo, casi sin atreverme a decirlo- los echamos de menos. Vivimos en un mundo donde se confunde lo bueno y lo malo por lo difuminados que están. Rige una alergia a las normas que nos daña a todos por el feroz individualismo que desata. Cuando se deja al ser humano a la inercia del instinto, de la indiferencia, o de la inmoralidad, lo malo campa por sus anchas con mayor perjuicio para los débiles.

Rindamos homenaje a aquellos maestros de nuestra infancia, de bata blanca y tiza en mano. Nunca recibieron en sus nóminas ni la mitad de lo que merecían sus esfuerzos o el tiempo que “perdieron” por nosotros. Gracias a aquellos sabios consejeros crecimos en la fe sin remilgos. Si alguno de sus nombres se pierden en esta rueda que es la vida, volveremos a reconocerlos sin duda en la frase de un amigo, en la sentencia de un anciano, en el entrecejo de un padre, o en la caricia de una madre, para seguir recordándonos cuál es el camino.

Juan Carlos cmf

(FOTO: Tra Nguyen)

 

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