Es un hábito universal. Maquinalmente todos los días nos emplazamos delante del espejo. Esa superficie de cristal metalizado nos refleja y retrata. Pertenece al mobiliario familiar de los aseos y vestíbulos de nuestras viviendas. Según una creencia difundida hasta no hace mucho era usado sobre todo por mujeres. Hoy las estadísticas arrojan una casi perfecta nivelación de su frecuente empleo entre varones y féminas.

El espejo nos ofrece un símbolo de realidades más hondas. En concreto, facilita el acceso a nuestra autoimagen. Mirarse al espejo se sitúa en paralelo con mirar la propia conciencia. Al mirarnos al espejo, nos reconocemos en dos actitudes frecuentes que suelen darse al posar nuestros ojos sobre nosotros mismos.

La primera de ellas es dirigir nuestras miradas prioritariamente a nuestros defectos. Y detenernos tozudamente en ellos. Son muchas las personas que al ver sus propias facciones y gestos, su fisonomía, su cuerpo, su forma de vestir, su pose… detectan más sus deformaciones, fealdades y defectos. Como si no hubiera más. Causa extrañeza esa secreta tendencia a ocultarnos a nosotros mismos la belleza de la que todos, sin exclusión, somos poseedores. Y a pesar del molesto disgusto que nos produce el vernos tan deformes, no sustituimos esa tendencia por otra más consoladora.

La otra actitud es el pudor. Es un valor cada vez más escaso en nuestros desvergonzados días. Pudor es ese sentimiento espontáneo de vergüenza al exhibir la propia desnudez protegiendo la dignidad humana superior. Se ha dicho que el ser humano es “el único animal capaz de ruborizarse. Pero también es el único que lo necesita” (B. Shaw). El pudor no da cabida al descaro ni a la desvergüenza y protege la dignificación del cuerpo que somos.

Mirarnos al espejo de nuestra propia conciencia se puede convertir en un saludable ejercicio diario: Nos ayuda a depurar nuestra mirada frente a la totalidad de todo lo que somos. Nos permite contemplar lo bello que tenemos. Nos enseña a querernos más a nosotros mismos.

Por otro lado, al mirarnos al espejo, dejando a un lado todo género de mojigatería, nuestra zona personal más íntima queda protegida. Nuestra dignidad queda así al amparo de miradas obscenas y manipuladoras.

Juan Carlos Martos, cmf

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