Alergia al ruido

Como animales ruidosos (animalis aes) somos una fábrica de producir ruido. Desde el simple martilleo de un bolígrafo a un recurrente estornudo, nos convertimos en emisoras de sonidos disonantes, no siempre necesarios ni, por supuesto, voluntarios. Incluso fabricamos ruidos “visuales”… Los advertimos al encontrarnos, por ejemplo, con quien nos parpadea cansinamente o gesticula con las manos o los pies de forma nerviosa. Los ruidos cotidianos de baja intensidad resultan soportables para la mayoría y los admitimos sin más en nuestras costumbres cotidianas. No percibimos mucho sus efectos nocivos. La contaminación acústica está a la orden del día y forma ya parte de nuestro paisaje. Abundan el barullo y los gritos.

Pero no a todos les ocurre lo mismo. Masticar chicle, estrujar una botella de plástico o no parar de hacer clic con el bolígrafo pueden suponer un auténtico suplicio para algunas personas. Son las que padecen un trastorno llamado misofonía –aversión al ruido-, que se ha convertido ya en tema de estudio e investigación. Para quien lo padece, le resultan insoportables esos murmullos repetitivos, aunque sean de baja intensidad. Es tal su obsesión que llegan provocarles verdaderos ataques de furia. No los pueden tolerar.

Defiendo que no debemos llegar al extremo de sufrir ese padecimiento para promover y defender desde aquí una cultura del silencio. A pesar de la sordera que me aqueja personalmente y me evita registrar algunos de esos molestos sonidos, yo también suscribo aquello de que “el ruido no hace bien; el bien no hace ruido”. Apostemos por la creación de una cultura del silencio –que no es en absoluto lo mismo que mudez-. Me refiero a aquel silencio que se instala dentro y nos entrega la paz, nos sensibiliza ante el otro y nos alcanza una lucidez superior. Hay dos palabras necesarias de las que debemos apropiarnos: “silencio”, que es consciencia de uno mismo, y “calor” que es amor auténtico y encuentro con el otro. El estilo de vida cálido y silencioso nos hace un bien inefable; suele ser el lugar por excelencia del encuentro con Dios.

Juan Carlos Martos, cmf

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