El último festival de Berlín otorgó su primer premio a esta producción española que recuerda en su título a una pequeña población leridana, Alcarrás. Desconozco los motivos por los que la realizadora Carla Simón (que hace unos años sorprendió con su primera película, Verano 1993) ha ubicado en esa población la historia que nos cuenta. Podemos pensar que la historia de esa familia que bascula entre la tradición y la modernidad podría situarse en cualquier otra población rural.

Lo primero que sorprende en Alcarrás es su sencillez. La primera secuencia nos presenta a los niños de la familia, Iris y los gemelos Pere y Pau, que ocuparán una parte de la historia con sus juegos y travesuras, con su mirada en apariencia indiferente a las vicisitudes que viven los adultos. Y desde ahí, se nos irán presentando los miembros de la familia: el abuelo, Rogelio, responsable involuntario de la situación a la que se verán abocados; el hijo mayor, Quimet, defensor incansable del campo de melocotoneros que la familia ha cultivado durante décadas y testimonio de un modo de vida que está en trance de desaparecer; la esposa, Dolors, toda delicadeza y ternura, y también carácter cuando es necesario; los hijos adolescentes, Roger y Mariona, testigos del quehacer diario y que sienten la ansiedad que carcome a la familia ante la triste pérdida que irremediablemente van a sufrir.

La transformación del campo de fruta en un “jardín” de placas solares es símbolo del cambio de época que terminará arrastrando también un modo de vida, aún evidente en los pequeños detalles que vive la familia Solé: el encuentro familiar, tan entrañable, comiendo en el patio de la casa, los juegos que terminan bañados todos en la piscina, la representación teatral preparada por los niños.

Carla Simón ha abierto la mirada después de centrar su primera película en la historia de una niña. Ahora fija la atención en un colectivo que ve cómo su vida va a cambiar sin que puedan hacer nada por evitarlo. El verano en el que discurre la película será el último que vivirán pendientes de la cosecha de fruta.

Son magníficos los actores no profesionales que interpretan Alcarrás: sus miradas hablan sin palabras, transmiten la profunda pena que sienten, esa que les lleva a reaccionar de un modo visceral a veces, casi resignado otras, dolorido siempre, con sus rostros como incapaces de entender qué ha sucedido para llegar donde están y no poder continuar como siempre han hecho…

Es posible, no obstante, que Alcarrás sea una propuesta difícil de seguir. Podrá parecerles a algunos algo larga (dos horas), demasiado premiosa en la descripción de los ambientes, de la cosecha; a otros los trasladará a ese mundo rural, anclado a la tierra, que desconocen y con el que no resultará fácil sintonizar. Sin embargo, el premio conseguido en Berlín puede denotar la validez de la propuesta más allá de la población leridana, e incluso de cualquier otro lugar rural de nuestro país, para constituir un entramado argumental y humano que tiene vigencia en otros países y otras circunstancias en las que otros seres humanos asisten también perplejos e impotentes (impagable el penúltimo plano de la película) al seísmo que sacude el suelo que pisan, que siempre han pisado, que les ha alimentado durante generaciones.

 

Antonio Venceslá Toro, cmf

 

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