Una mujer joven, en primer plano, solicita un trabajo en una peluquería. Le piden que se incorpore al día siguiente. Cuando ruega que la dejen dormir en cualquier sitio del local, la despiden de mala manera. Y el deambular sin rumbo de la joven continúa. Ahora vemos que está encinta, de muchos meses, y apenas puede con el cansancio que la agobia en su cuerpo y su alma.

Es el comienzo de Adam, película merecedora de aplauso, realizada por Maryam Touzani, directora marroquí. Estamos en Casablanca, en las serpenteantes callejas de la medina (aunque la mayor parte de la película transcurre en la pequeña pastelería y las habitaciones de la casa donde habita Abla, viuda que acoge a la joven embarazada después de superar algunas reticencias).

Quien conozca mínimamente la complejidad ideológica de la sociedad marroquí (y podríamos decir de cualquier sociedad regida por el Islam) conoce el estigma que supone un embarazo fuera del matrimonio y la marginación a la que es condenada la mujer, incluso por su propia familia. Así sucede en el caso de Samia, una de las protagonistas de esta película. Imposibilitada de volver a casa de sus padres en el estado en que se encuentra, halla refugio en casa de Abla, una humilde pastelera que sobrevive vendiendo el pan y los dulces que cada día prepara en el rústico horno que posee en su casa. Y hasta allí llega Samia pidiendo trabajo. Y el buen corazón de Abla termina por ablandarse y la recibe, aceptando la ayuda que la recién llegada le presta.

Planteada así, la película podría derivar hacia la denuncia de una sociedad rígida incapaz de aceptar en su seno cualquier forma de disidencia o comportamiento considerado impropio por la moral. Pero Maryam Touzani prefiere orientarse por otro camino. Así el encuentro de las dos mujeres supone la posibilidad de reconocerse, cada una con su propia historia: si Samia ha de lidiar con su embarazo y el destino incierto del niño que ha de nacer en una sociedad que le va recordar continuamente su origen, Abla ha de sobrellevar la ausencia de su marido, muerto en un accidente, que le impide vivir con alegría, empeñada en desterrar de su vida la risa o el afecto. Ciertamente es cariñosa con su hija Warda, a la que cuida y protege, pero se resiste a ofrecerse a sí misma un cariño idéntico. El encuentro con Samia la ayudará a salir de esa situación. Y ésta encontrará en Abla la fuerza para afrontar con valor su propio destino, sea cual sea éste. La resolución de la película queda abierta, dejando que el espectador especule sobre la decisión que tomará Samia.

La interpretación de las protagonistas aporta ternura y una entrañable cercanía. Y la realizadora sabe rodear sus vidas de una mirada cálida, haciéndolas merecedoras del bien que pueda sobrevenirles. Adam merece que les dediquéis vuestra atención y, del mismo modo que actúa Abla con Samia, las dejéis entrar en vuestra casa.

 

Antonio Venceslá Toro, cmf

 

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