Con la subcomisión de migración de la Conferencia Episcopal española, nuestro viaje a Roma con motivo del Jubileo de la Esperanza se transformó en una peregrinación del corazón. La Ciudad Eterna se convirtió en el escenario perfecto donde la fe, la eclesialidad y el servicio se entrelazaron.
Cruzamos el umbral de la Puerta Santa no como individuos, sino como una pequeña parte de un pueblo inmenso y diverso. Allí, entre el murmullo de oraciones en decenas de idiomas, se hizo tangible la comunión que trasciende fronteras. No éramos solo visitantes; éramos testigos de una Iglesia viva, que respira con los pulmones de todos los continentes.
El encuentro con migrantes y refugiados en la fiesta de los pueblos fue el momento de gozo del jubileo. Sus historias, marcadas por la pérdida y la resiliencia, no eran relatos ajenos, sino el rostro concreto de Cristo peregrino. En sus ojos brillaba una esperanza fraguada en el dolor, una fe que desafía a la desesperanza..
Compartir la mesa, el pan, la eucaristía y la palabra fue un ejercicio profundo de fraternidad, un sacramento de encuentro que desarmaba cualquier barrera. Rezando en las distintas basílicas para recibir el jubileo, donde los primeros cristianos celebraban su fe, comprendimos que la esencia de la Iglesia es siempre la misma: acoger al forastero, sanar las heridas y caminar juntos. Cada misa, cada encuentro, cada mirada, era un nuevo hilo en ese tapiz de eclesialidad que estábamos tejiendo.
Regresamos con el alma expandida y los zapatos polvorientos, pero con el corazón lleno. Esta no fue una simple visita; fue una inmersión en la Iglesia que camina, sueña y construye, codo con codo, un mundo donde nadie sea extranjero. El Jubileo de la Esperanza había prendido en nosotros, confirmando que en el rostro del migrante late el futuro de la humanidad y el pulso del Evangelio.
P. José Antonio Benítez Pineda, cmf