El realizador Todd Field comienza Tár proyectando buena parte de los créditos finales, una interminable lista de nombres que se van sucediendo en un silencio total durante más de dos (o tal vez sean tres) minutos. Y conste que no incluye en esa lista inicial los nombres destacados (equipo artístico, director de fotografía, compositor de la banda sonora, director de montaje…) sino ese gran grupo de nombres anónimos que normalmente aparecen en letras pequeñas (aquí también) y no nos quedamos a conocer siendo importantes para levantar el rodaje de una película.
Y podemos preguntarnos qué sentido tiene eso. Todd Field parece “obligarnos” a atender la importancia de esos desconocidos, dejando para el desarrollo de la película los rostros más conocidos y para el final sus nombres que adornan las marquesinas de los cines y brillan en el oropel de las galas de premios.
Precisamente Tár está dedicada a abrazar con tesón la biografía de una celebridad, un gran nombre aclamado por todas partes, reconocido sin fisuras y adornado con un curriculum que se nos ofrece al principio de la película (después de los mencionados créditos) dándonos cuenta del valor de quien nos habla: una directora de orquesta llamada Lydia Tár, a la que vamos a acompañar durante más de 150 minutos, encarnada de manera ejemplar y sobresaliente por esa gran actriz que es Cate Blanchet.
Las primeras secuencias (una entrevista ‘con público’ para una importante revista neoyorquina, una clase en una prestigiosa academia de música, una comida con un amigo, también director de orquesta) nos ponen sobre aviso del carácter de la protagonista. Es ciertamente una mujer sabia, conoce su oficio, ha alcanzado niveles de excelencia llegando a ser la directora titular de la Orquesta Filarmónica de Berlín, tiene convicciones sólidas… y se muestra inflexible con una pizca de crueldad (sin perder la elegancia y el tono mesurado) cuando muestra su disconformidad ante una opinión que le parece equivocada, o trata de llevar adelante una decisión.
Esta ambivalencia de temperamento, sin perder las formas (otra secuencia: la corrección a una niña, compañera de su hija, a la que molesta en el colegio) se manifiesta en todos los aspectos de una vida que parece totalmente bajo control. Mantiene una relación conyugal con la primera violinista de la orquesta con la que tiene una hija adoptada, ante la que baja sus barreras y pone en cuarentena sus siempre altas expectativas. También se relaciona con su asistente con respeto, un aparente cariño y cierta distancia también. En su trabajo de dirección durante los ensayos de la quinta sinfonía de Mahler se muestra comedida, siempre atenta a los acordes de los instrumentos (a los sentimientos de sus músicos), aparentado diálogo y voluntad de armonía con los otros, y en el fondo siempre consiguiendo lo que desea y llevando adelante lo que se propone. Su gran nombre se impone en toda circunstancia.
Pero si Todd Field comienza invitándonos a reconocer los pequeños nombres que le han ayudado a producir su película, algunas señales diseminadas aquí y allí terminarán por poner en solfa el gran nombre que Lydia Tár se ha construido y su castillo de naipes (de partituras) comenzará a caerse por razones que permanecían ocultas y desvelan profundos miedos, pertinaces insomnios, mucha menos serenidad de la que aparentaba dirigiendo su batuta al son del Adagietto de la quinta sinfonía de Mahler.
Y todo esto, esta gran película, disfrutable como pocas, se sostiene en buena parte gracias al prodigioso trabajo de Cate Blanchet, presente en casi todas las secuencias de la película. La actriz australiana nos ofrece su maestría en la gloria del éxito y en la bajeza del fracaso de esa mujer ambigua.
Antonio Venceslá Toro, cmf