Siempre hay salida

Un día fue un joven a confesarse con un anciano sacerdote. Era una confesión muy difícil para él. Había mantenido una relación con una chica de la que ella quedó embarazada. Ese embarazo iba a trastornar la vida de ambos y, por supuesto, también la vida del niño.

El sabio sacerdote entendió rápidamente que no debía echar en cara a aquel joven lo insensato que había sido. No hizo ningún esfuerzo por dar explicaciones, presentar excusas o huir de su culpa. Reconoció a tumba abierta que había pecado. También reconocía que la situación era irreversible. Se habían destruido cosas que ya nunca volverían a ser como antes. Al final dijo con profunda tristeza: “Ya no podré tener una vida normal. Cargaré con esta cruz por el resto de mis días”. Reconocía así que, desde entonces y para siempre, archivaría un oscuro secreto en su interior. Viviría el resto de sus días marcado por este error.

Episodios de este tipo se dan cada vez más: una ruptura matrimonial, una aventura amorosa, unos votos religiosos quebrados, una confianza traicionada, un grave error… A veces les acompaña el sentimiento de pecado; otras, no. Pero siempre abocan a la desesperación de tener que soportar una pena irreversible.

Existe una mentalidad que sigue alimentando estas angustias. Se nos enseña con demasiada frecuencia la estricta ley del karma, según la cual sólo tenemos una oportunidad en la vida. Por tanto, la salvación solo puede lograrse si lo hacemos todo bien. Seremos felices si nadie nos tiene nada que perdonar.

Los que fuimos educados en un catolicismo de corte moralista, cuando al pecado se le llamaba pecado, podemos estar defendiendo brutalmente esas intransigencias: Seguir creyendo que no hay segunda oportunidad, que no se admiten fallos; que un grave error es un estigma, indeleble como el de Caín, que nos acompañará hasta el final.

¿Así son, de verdad, las cosas? ¿No hay otro camino de salida? Pero cuidado, el camino de salida no puede ser el relativismo moral del “todo vale”… Dan pena aquellos que crecen movidos por el capricho o las ganas. Pagarán un caro peaje. Más tarde o temprano les llegará el vacío y el hartazgo.

El único camino, el verdadero, es una espiritualidad que enseñe que, cada vez que cerramos una puerta, Dios nos abre otra. Que considere al pecado seriamente, pero que nos meta también en el alma que cuando nos equivocamos, Él nos brinda la oportunidad de cobijarnos entre los fracasados, entre aquellos cuyas vidas no son perfectas, entre los pecadores amados, aquellos por quienes Cristo vino al mundo. Necesitamos una espiritualidad que nos diga que hay una segunda, tercera, cuarta, quinta… oportunidad. Que los errores no son eternos… porque el tiempo y la gracia los purifican. Que nada es irreversible, porque Dios nos ama, siendo pecadores, como nadie puede imaginar.

 

Juan Carlos cmf

(FOTO: John Lockwood)

 

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