Nuestra fe nos asegura que un día caerá la pared de barro de nuestro cuerpo mortal y detrás contemplaremos la gloria de Dios. Entonces seremos felices para siempre. Detrás de cada esquina de nuestra historia, al otro lado de cualquier recodo de la vida, al cambiar el rasante del camino o al doblar la montaña, allí nos puede estar esperando el Señor con su gloria. ¡Cuántas veces Él no aguanta más y se nos adelanta! Nos introduce en la casa del padre cuya puerta siempre está abierta. Dentro hay un lugar para cada uno de nosotros. El Padre nos está esperando. ¡Qué importa -diría san Pablo- lo que aquí podamos sufrir en comparación de lo que nos espera!
Pero tampoco podemos olvidarnos de que Jesús con su resurrección nos promete que las cosas -las de aquí de esta vida nuestra- pueden ser nuevas otra vez. Nunca es demasiado tarde para volver a empezar. El Quijote sentenciaba que “no hay mal que cien años dure”. Nada es irrevocable. Ninguna traición es definitiva. Ningún sufrimiento es una cadena perpetua. Ningún pecado es imperdonable. Podemos sobreponernos a todas las formas de muerte parcial que se nos presenten a diario. Podemos redimir todas las pérdidas. Cada día puede ser nuevo.
Dios nunca nos da por perdidos, aunque nosotros mismos no nos lo creamos y creamos que nuestro mal es incurable. Podemos recuperar la inocencia y dejar atrás la amargura y los complejos de culpa insana. Podemos comenzar a creer que, al final, todo terminará bien. Y si no termina bien, es que no es el final.
Sin embargo, es un desafío el aceptar y vivir estas certezas. Porque no se reduce sólo a creer que Jesús resucitó, sino también -y quizás sea tan importante como aquello- a creer que nosotros podemos volver a empezar de cero cada día. Esas “resurrecciones cotidianas”, se dan. Lo mejor está por delante. No importa nuestra edad, ni nuestros errores, ni nuestras traiciones, heridas o muertes. No importa lo que hayamos hecho; nuestro futuro nos aguarda repleto de maravillosas posibilidades. La resurrección no es cuestión de un solo día después de morir, cuando resucitemos de entre los muertos. También es cuestión de resucitar continuamente de las muchas pequeñas tumbas donde tan a menudo vamos a dar con nuestros huesos y desesperanzas.
Somos humanos y no podemos sucumbir a la depresión, a la amargura, a la rabia, al pecado, al cinismo, al cansancio que llega con la edad. Como Jesús, también nosotros tendremos nuestras crucifixiones. Tal vez una tumba. Sin embargo, la fe en la resurrección nos invita precisamente a mirar más allá… y confiar.
Cuando le preguntaron al cardenal escocés Gordon Gray cómo encaraba la idea de la muerte, con expectación y con el rostro radiante, respondió: “Espero que Él esté tan impaciente de verme como yo lo estoy de verle a Él”. ¡La resurrección no nos enseña a vivir, sino a volver a vivir, una y otra vez!
Juan Carlos cmf
(FOTO: Alessandro Vicentin)