Algunas películas nos invitan a acompañar la vida cotidiana de sus protagonistas. Y es tal la normalidad de la historia que puede parecer que no pasa nada, o que su interés es muy limitado. Hay variados ejemplos de esto: la última película de Alfonso Cuarón, Roma, puede ser un caso. Porque ¿cómo retratar los días casi iguales de la infancia en los que se suceden situaciones aparentemente intrascendentes? Algo de esto podemos pensar también cuando vemos Las niñas. En este caso, sus protagonistas son un grupo de preadolescentes que estudian en un colegio de religiosas en Zaragoza en el año 1992.
La historia centra su mirada en una de ellas, Celia, a la que pone rostro (¡y ojos!) una niña llamada Andrea Fandos. Es huérfana de padre y vive con su madre (de la que sabemos muy poco) una vida llena de normalidad: los deberes, las clases rutinarias, las lecciones sobre sexualidad (risitas de las niñas), deudoras de una mentalidad que se me antoja algo desfasada ya en 1992 (¿existían colegios así el año de la Expo de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona?) No se cargan las tintas en retratar con exceso crítico la educación que recibían, aunque tampoco se subrayan sus virtudes. De hecho, las religiosas no son pintadas con trazos gruesos, sino como mujeres atadas a sus convicciones y bastante ajenas al paso de sus jóvenes alumnas. Somos invitados a acompañar a las niñas del título cuando entran en el colegio y cuando regresan a sus hogares, o se reúnen en casa de alguna de ellas para indagar en sí mismas, en los misterios de la vida mientras juegan y beben sorbos de alcohol, o salen de paseo o comienzan a flirtear con los chicos, sintiendo su evolución, o fuman su primer cigarrillo a escondidas.
Y se van sucediendo las cosas, lánguidamente, sin prisas, como pasan los días envueltos en el tono anodino de las cosas ordinarias. Estas niñas se mueven con naturalidad, nos regalan su inquieta mirada al mundo y algunos interrogantes que les van surgiendo. Celia y su madre (Natalia de Molina en otro de sus papeles maternales) nos regalan la preciosa relación que las une, se palpa el cariño que se profesan, sin ternurismos impostados ni dulces empalagos. En el tramo final de la película abandonamos el ambiente urbano para adentrarnos en el pasado de la madre y algo intuimos de su historia pasada, sin que se subraye demasiado. Y Celia la acompaña y empieza a comprender y aceptar las cosas como son.
Las niñas es una película para el disfrute y el recuerdo de una época aún no tan lejana, una mirada a una España que se abría a otros proyectos. La secuencia final enlaza con la primera como si en el intermedio no hubiera pasado nada… habiendo pasado tanto…
Antonio Venceslá Toro, cmf