Muchos todavía recordamos aquellas comidas de los días de domingo en casa: Manteles limpios, zapatos relucientes, la mejor vajilla sobre la mesa, platos más cuidados con postre especial incluido, ambiente luminoso de fiesta y jaleo. Es (era) el ambiente habitual de la comida del domingo en nuestros hogares.
Comer en familia los domingos estaba asociado a un sentimiento familiar de conexión, de pertenencia, de estabilidad entre padres, hermanos, tíos, abuelos… Al sentarnos a la mesa, nunca faltaba la breve bendición, puntualmente iniciada por el padre o uno de los hermanos, bajo la presencia siempre atenta de la madre. Después venía la improvisada fiesta, inolvidable.
Comer juntos no se reducía simplemente a ingerir alimentos o degustar licores. Era un singular encuentro donde compartíamos la conversación contando historias. Nos permitía expresarnos, comunicarnos, escucharnos mutuamente, aprender… No hacía falta que las palabras fueran solemnes y medidas. Se transmitía más con la presencia, los recuerdos y las bromas.
Posiblemente este rito que lamentablemente estaba palideciendo en esta sociedad de prisas, de consumo inmediato y de móviles encendidos, se ha podido recuperar en parte con la pandemia. Nos ha obligado a volver a comer juntos y en casa. Nos faltaba entrenamiento, pero a pesar de lo costoso, para muchos ha sido sin duda un redescubrimiento sorprendente.
Para Jesús, las comidas ocuparon también un lugar importante en su vida. Más que las ayunos. Casi no se mencionan los almuerzos diarios con sus discípulos, salvo cuando, obligado por la gente, «no tenía tiempo para comer». Sí se citan las comidas de Betania, en casa de Simón o de Zaqueo… o las que él mismo promovía al multiplicar panes, peces, vino… Curiosamente Jesús se autodenominaba “Pan” y, como testamento, nos dejó en aquella inolvidable Pascua, una comida: la eucaristía.
La Eucaristía conecta con nuestras comidas, especialmente las de los domingos. Pero, ¡atención cristianos!, sin olvidar que el verdadero culto a Dios es “compartir tu pan con el hambriento, albergar a los pobres, los sin techo, proporcionar vestido al desnudo” (Is 58,7). En Hechos de los Apóstoles a eso se llama “koinonía”, es decir, “comunión”, que no es sólo la del cuerpo y sangre de Cristo en la liturgia, sino también la comunidad de bienes con los necesitados.
Nuestro mundo anda dividido en dos clases: la que tiene más comida que apetito y la que tiene mas apetito que comida. Para la primera el problema es la dieta, para la otra es el hambre. Ante esto cuadra la perspectiva de Jalil Gibrán: “Nunca podrás consumir mas allá de tu apetito. La mitad de tu pan pertenece a otra persona y tendrías que guardarte un pedazo para el huésped inesperado”. Sobre todo, si es domingo y celebras la Eucaristía.
Juan Carlos cmf
(FOTO: Ali Inay)