Heridas sanadoras

Decía Oscar Wilde que “el dolor es una herida que sangra siempre cuando la toca cualquiera mano que no sea la del amor; y, si esta la toca, sangra, si bien no es tanto el sufrimiento”.

A menudo, al encontrarme con la gente, las oigo quejarse y contar penas. Todos, sin excepción, sufren. Algunos más allá de los límites de su resistencia. Si me paro a escucharles con solo un poquito de atención, terminan derramando a borbotones su corazón herido ante mi impotente mirada. Ante ellos no sé hacer otra cosa que permanecer a su lado, escuchando con infinito respeto las historias dolorosas que les afligen. Hay heridas que seguirán sangrando y tardarán mucho en cicatrizar. Sólo puedo tocarlas con la mano del amor. Es la única que les puede salvar del odio, de la desesperación y de la amargura. No tengo otra medicina.

El evangelio ofrece una manera especial y genuina de afrontar el sufrimiento. ¿Cuál es esa manera? No consiste en huir del dolor como hacemos automáticamente cuando aparece por el horizonte de nuestra existencia. Tampoco se trata de rebajarlo reduciéndolo a un asunto baladí que pudiéramos eliminar con un chasquido de dedos. No es así.

El dolor solo se supera atravesándolo. Jesús nos muestra ese camino: Él no rehúye la cruz, sino que carga con ella. No la evita, sino que la asume con amor. Cuando se está enfermo o se padece un gran disgusto o aflicción,… se pueden vivir esas situaciones resignadamente o con amargura, con ira o con desesperación, buscando evasiones o señalando culpables… Pero se pueden vivir también con alegría. Conocemos a personas que, tragándose las lágrimas, lo han conseguido.

¿Cómo lo hacen? Pues cargando la cruz, asumiendo las sombras con amor. Solamente cuando hacemos la experiencia de atravesar el dolor sin huir. Se trata de entrar en el corazón de las tinieblas con amor. Eso nos espanta, porque el sufrimiento produce siempre pánico. Pero cuando cruzamos ese territorio, al final vislumbramos el núcleo de la luz. Así conseguimos que esas heridas se nos vuelvan sanadoras.

Dicen que los pequeños dolores blasfeman y claman al cielo, pero que los grandes ni blasfeman ni gritan: escuchan y caminan. Esta es la experiencia que estamos llamados a hacer: ¿Qué escuchamos cuando sufrimos en silencio? ¿Hacia dónde dirigimos los pasos? Que nos conduzca una mano, la del amor, que es la única que puede curar la herida.

Juan Carlos Martos, cmf

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