El sacrificio es una virtud

Las generaciones que nos han precedido entendían que el sacrificio tenía un valor insustituible, no solo en la vida cristiana sino también para la vida familiar y social. Para bien o para mal, eso hoy se ha perdido. Los jóvenes (y no tan jóvenes) de ahora ni lo huelen. Por eso lo ridiculizan y desdeñan.

En la generación de mis padres, por ejemplo, parecía normal que una mujer hiciese la opción de quedarse soltera para dedicarse a cuidar a su hermano sacerdote, o a su madre inválida…, además de echar una mano a otros miembros de la familia como los sobrinos o incluso los vecinos… Durante años esas mujeres hicieron un paréntesis en su vida para entregarse a otras personas. Y con frecuencia no se daba la circunstancia de cancelar ese libre compromiso, porque cuando hubieran podido desligarse de aquel deber “de conciencia”, ya era tarde. No tuvieron más remedio que mantener su estado de soltería hasta el final.

Si hoy se contara esto, ¿quién lo entendería? Parecería muy inmadura y servil esa decisión por parte de ella; y machista y prepotente por parte del beneficiario. Pero, ¿habrá alguien lo suficientemente agudo que llegue a olfatear la virtud que se esconde en el fondo de ese sacrificio? Lo normal es fruncir el ceño y despacharlo como algo, por lo menos, patológico. ¡Es el desperdicio de una vida!

Independientemente de que eso sea cierto o no, nuestras generaciones precursoras percibían algo que a nosotros nos resulta totalmente ajeno: ¡Que somos interdependientes! Tenemos derechos y deberes. Más aún, esta clase de sacrificios es, en última instancia, la piedra angular sobre la que se sostiene la vida familiar y comunitaria. ¿No será cierto que algunas de nuestras dificultades por mantener unidos nuestros matrimonios, familias y comunidades cristianas sean consecuencia de haber renunciado a esta clase de sacrificios?

Estamos en plena Cuaresma. Evitemos la ridiculez de creer que lo que la Iglesia nos pide es el parche de sustituir algún día la ración de carne por la de pescado, o dar una limosnita, o ir algún domingo a misa si es que me cuadra en la agenda. Si no llegamos a entender que se trata de “entrenarnos para la entrega de nosotros mismos”, no nos habremos ni olido de qué va la cosa.

Y necesitamos entrenarnos porque estamos demasiado acomodados. También de someternos a una dieta espiritual porque estamos hartos de necedades. Algo de esto y más pretende la Cuaresma: Entrenarnos para la Pascua, ese misterio de muerte y resurrección que se esconde en el verdadero amor. No se trata de castigarnos, sino de entender que no sobreviviremos si no nos cuidamos unos de otros. No del mezquino “a mí que me cuiden porque yo pago…”. Empieza, pues, regalando tiempo, a los demás y a Dios. Y corta con alguno de tus tontos caprichos.

 

Juan Carlos cmf

(FOTO: Cattleyanova)

 

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