Al comienzo de mis años de formación, nos inculcaron aquel noble principio: ”Conócete a ti mismo”. Nos ayudó muchísimo a autoaceptarnos, porque no se puede amar lo que no se conoce. Esta máxima pertenece a la cultura clásica y estaba inscrita en el frontal del templo de Delfos. Nadie puede negar su indiscutible valor. Es un precepto especialmente necesario en estos tiempos en los cuales se rechaza la mirada interior y el examen de conciencia… Sin embargo, hay quienes lo descalifican aludiendo a que es mejor desconocerse a sí mismo para no llevarse desagradables sorpresas.
Sarcasmos aparte, y reconociendo la perenne validez de tal instrucción, no habría que desdeñar algo que dijo en su contra el poeta Paul Claudel: “Nada me parece menos aceptable que la máxima socrática: ¡Conócete a ti mismo! El verdadero medio para alcanzar el mayor conocimiento tendría que ser más bien éste: ¡Olvídate de ti mismo!”.
Entiendo que esta afirmación tiene también su parte de razón. Y, de alguna manera, concuerda con algo que está en el evangelio: “el que pierde su vida es el que la gana”. Nuestra cultura nos incita sistemáticamente a defender nuestros derechos –lo cual está muy bien-, pero en muchas ocasiones lo hace ignorando los correspondientes deberes –y eso no está nada bien-. Se exalta la autosuficiencia personal, la primacía del ego, pero se diluye la lógica del don, la gratuidad… El ego –emblema sinónimo de la soberbia- se transmuta en una tozuda letanía que llena labios y conductas. Por el contrario, olvidarse de sí mismo, que siempre es ejercicio de ascesis y de depuración del egocentrismo, abre a la generosidad y a la entrega. Es el puente que permite cruzar el umbral del amor verdadero.
Concluyo con un pensamiento de Dogen Zenji, pensador oriental que vivió entre el 1200 y el 1253, considerado como maestro preeminente del zen: Conocer el camino es conocerse a sí mismo; conocerse a sí mismo es olvidarse de sí mismo; olvidarse de sí es quedar iluminado por todo.
Juan Carlos Martos Paredes, cmf
