Cuadragésima «gota»: la madre y el hijo dormilón

La imagen de hoy nos lleva a un tema escabroso de tratar, y no me parece honesto saltarme esta imagen mirando a otro lado. Se trata del aviso de Dios por medio de una serie de catástrofes naturales en Santiago de Cuba ante la situación de relajación moral y descreencia en que vivían los habitantes de la Isla.

                El tema puede suscitar fuertes discrepancias, como de hecho así sucedió en tiempos de Claret. Yo me limito a relatar los hechos y que cada uno saque sus conclusiones.

                Claret llega a Santiago de Cuba el 16 de febrero de 1851. El 2 de abril inicia la visita pastoral a toda la Isla. A finales del mes de mayo se encuentra dando una misión en Manzanillo, y dice que “sin saber cómo, predicando se me escapaba la expresión de que dentro de poco vendrían grandes terremotos” (cf. Aut. 528). Era algo que le salía sin pretenderlo en sus predicaciones a partir de este momento, hasta que el 20 de agosto de 1852 a las 10 de la mañana se sintieron los primeros movimientos de tierra que duraron ininterrumpidamente hasta diciembre. Dejaron muchísimos destrozos, especialmente en Santiago de Cuba, aunque curiosamente sin lamentar ninguna víctima mortal. Se celebraron Misas de rogativas, se rezaron rosarios, letanías, se exhortó a la penitencia y el Santo les predicaba diciendo “que Dios había hecho con algunos lo mismo que una madre que tiene un hijo dormilón, que le menea el catre para que despierte y se levante, y que, si esto no sirve, le castiga al cuerpo. Que lo mismo hace Dios con aquellos hijos pecadores aletargados: ahora les ha movido el catre, la cama, la casa” (Aut. 535). Y lo más sorprendente es que profetiza, por revelación de Dios, que si no cambian les castigará el cuerpo con la peste. Esta profecía provocó reacciones muy enconadas contra él. Un mes más tarde, en octubre de 1852, se desencadenó con mucha virulencia la tan temida epidemia que nada menos que en tres meses provocó 2734 víctimas mortales (cf. Aut. 535).

                Hasta aquí los hechos, que he procurado relatar con la mayor objetividad posible, y que cada uno haga su lectura personal; yo haré la mía.

                Claret tiene una particular revelación de Dios y ésta se cumple. Una visión laicista de la historia se ha ido introduciendo en nuestras vidas de tal manera que se ha perdido el sentido de trascendencia y todo lo interpretamos “de tejas para abajo”. Con estas “gafas opacas a la fe” tachamos a Dios de cruel por estos azotes, y frente esto yo me pregunto qué es esta vida -tan breve y efímera que Teresa de Jesús describía como “una mala noche en una mala posada”- ante los bienes eternos y la no descartable condenación definitiva. Esta vida no es más que un peregrinaje hacia la Patria eterna, y todo se convierte en medio para alcanzar a Dios como nuestro único absoluto. El mayor drama de la humanidad es quedarse sin esta presencia divina.

                Jesús nos dice que tenemos que saber leer los signos de los tiempos (cf. Mt 16,1-3) pero seguimos encorvados hacia nuestro ombligo, queriendo ver al hombre como centro y eje del universo. Muchas de las catástrofes, aparte de tener el hombre su responsabilidad por el uso egoísta de los medios naturales, a mí me resultan como un zarandeo de Dios que nos recuerda nuestra vulnerabilidad y que nuestra mirada ha de estar siembre dirigida con fe hacia el Cielo.

                ¿Qué es el don del Temor de Dios, sino saber que somos como una “oruga” en sus manos (cf. Is 41,14) y que, por lo tanto, toda nuestra vida ha de estar orientada a Él?

Juan Antonio Lamarca, cmf

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