Humildes, por favor

Todos llevamos inscrito en los adentros el deseo de “ser como Dios”. Es la primera tentación que aparece en la Biblia y traspasó el alma humana. Ansiamos ser primeros o, mejor, únicos. En lo que sea. Esas ansias de “ser más”, por cierto, son nuestro más potente motor de crecimiento y maduración. No hay que renunciar a ser primeros. Jesús nos propone asegurar el primer puesto en el Reino. “El que quiera ser primero que sea el último y el servidor de todos”. El evangelio no critica el que busquemos ser los primeros, lo que rechaza es la manera de conseguirlo. La manera es el servicio en el último lugar. Allí nacen y crecen los humildes.

Pero, ¡ojo con la falsa humildad! Dice Lutero: La humildad de los hipócritas es el más altanero de los orgullos. Porque existen dos clases de falsa humildad. Una es estratégica. Se da cuando nos humillamos ante los demás con el fin de arrancar de ellos un elogio. Otra es sincera, pero más nefasta. Se da en la persona que se desprecia a sí misma porque no encuentra nada positivo en ella. Por ambos excesos tiene tan mala prensa la humildad. Para ponerla en su merecido lugar tenemos que depurarla. ¿Cómo reconocer la verdadera humildad? ¿Cómo alimentarla?

  • Ante todo, hay que tener claro que para ser humilde no hay que hacer nada. Basta reconocer que somos lo que somos, sin más. Ni siquiera tendríamos que hablar de ella. Bastaría con rechazar todo asomo de orgullo, vanidad, jactancia, vanagloria, soberbia, altivez, arrogancia, etc. Se suele aludir a santa Teresa pero la inmensa mayoría demuestra no entenderla cuando dicen: “humildad es la verdad”. En realidad ella dice: «humildad es andaren verdad«. Se trata de conocer la verdad de lo que uno es, y además vivir (andar en y con) esa realidad.
  • Un conocimiento cabal y honesto de lo que somos nos alejaría de la vanagloria y, a su vez, nos evitaría autodespreciarnos por ver solo nuestro lado negativo. No. Se trata de descubrir y aceptar que somos criaturas, con limitaciones, sí; pero también con infinitas posibilidades. Nos las regala Dios. No reprimamos, pues, ninguno de nuestros valores en nombre de una falsa humildad. Tampoco nos creamos superiores ni inferiores a nadie. No caigamos en servilismos, ni utilicemos la humildad para manipular a otros.
  • La persona humilde acoge lo que le digan los demás con actitud abierta, sin defensas ni contrarréplicas, escuchando en silencio. Lo otros solo le hablarán con franqueza, si no se les infunde miedo. Ante una persona mansa todos se sienten libres para decírselo todo y con claridad. El humilde ni asusta ni exige. No ansía elogios ni paños calientes. Mejor aún, ni siquiera se da cuenta de su humildad. En el momento que cree que la tiene, la ha perdido. La humildad no se predica, se practica. Pero lo difícil no es poner en práctica la decisión de ser humildes, sino llegar a ella.

 

Juan Carlos cmf

(FOTO: Mariana C.)

 

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