Tras el rastro de Dios

A partir de la pandemia se hizo famoso el “rastreo”, el proceso de identificación y control de las personas expuestas al virus. Una vez localizadas, se les hacía un seguimiento durante una serie de días. Se intentaba así detener la transmisión del virus reduciendo el número de infectados que circulan entre la población.

“Rastreo”, es un término muy utilizado también en etología –la ciencia que estudia el comportamiento animal–. Rastrear es, por ejemplo, intentar averiguar la presencia de ciertos animales a partir de las señales que dejan. Más que una técnica de caza, el rastreo es un arte, una manera de prestar atención. Exige  desarrollar, además del olfato, el ojo de lo invisible, de la mente y de la imaginación.

Hoy día el rastreo tiene muy mala prensa cuando son usadas por los medios de comunicación o por las fuerzas de seguridad. Supone una invasión indebida en la intimidad de otras personas mediante sofisticadas tecnologías al alcance de los poderosos. Se transforma así en una letal arma de poder. La observación constante de una persona o un colectivo, unida a la acumulación de información, pone al descubierto sus patrones de comportamientos, hábitos y preferencias. Los convierte en vulnerables y sobornables.

El rastreo resuena también en el mundo de lo religioso, pero de otra forma. Es el intento de detectar la presencia del Dios invisible en el mundo. Un creyente, más que vidente, es un «rastreador de Dios». El propio Jesús alude claramente al carácter borroso de lo divino al afirmar que «a Dios nadie lo ha visto jamás» (Jn 1, 18). Reconociendo su existencia, subraya la incapacidad humana para verlo.

Sin embargo, aunque a menudo busquemos a Dios entre brumas y no dispongamos de sensores apropiados para reconocerlo, contamos con una gran ayuda: la experiencia de quienes nos han precedido en la fe. Son personajes que pueblan la Biblia y la historia de la Iglesia. Iniciaron búsquedas no tan diferentes a las nuestras, las completaron y de ellas aprendemos.

Dios se muestra también en señales que llamamos «signos de los tiempos». No son evidencias ni necesariamente grandes eventos históricos, sino sobre todo pequeños acontecimientos. Comprender cómo Dios “se esconde” ahí, precisa del discernimiento: el adiestramiento para interpretarlos de forma correcta. Así lo advirtió Jesús: «Mirad la higuera y todos los demás árboles. Cuando veis que echan brotes, sabéis que el verano está ya cerca. Así también vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que el reino de Dios está cerca» (Lc 22, 29-31).

No podemos olvidar que la gran huella que Dios ha dejado es su propio Hijo. Él es el signo visible del Dios invisible. Jesús nos conduce directamente a Él. Por ello, seguir sus huellas es garantía de seguir tras el certero rastro de Dios.

 

Juan Carlos cmf

(FOTO: Alexandre Debiève)

 

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