Hacerse viejo

Mantenemos aún en nuestra memoria colectiva el reciente el fallecimiento del príncipe Felipe, duque de Edimburgo. Fue esposo de la reina Isabel II de Inglaterra por más de 73 años, y falleció el pasado 9 de abril. La noticia acaparó las páginas y espacios de todos los medios de comunicación que nos ofrecieron copiosos reportajes del fallecido a lo largo de sus 99 años de vida. Me dio que pensar cómo su hermoso rostro de antaño, con el paso del tiempo, había quedado prácticamente irreconocible. Sus facciones mostraban una imagen muy distinta de cuando era joven, apuesto y deportista.

Hoy es frecuente que muchos, al comprobar en el espejo esa evolución natural, se miren con horror y se agarren desesperadamente al bisturí del cirujano plástico (si se lo permite el bolsillo), al dietista más a mano, o a las recomendaciones de maquilladores que actúan como verdaderos gurús con sus mágicas cremas y pomadas. Se repite de esta manera la ilusión del protagonista de la famosa novela El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde. Aquel bellísimo joven, obsesionado por la amenaza de que al envejecer perdería todo su encanto, aceptó el increíble embrujo de transferir su incurable declive físico a su retrato y no a su rostro.

Frente a esa insensata y frustrante pretensión, creo que es preferible aceptar con elegante realismo y con un poco de humor el imparable paso del tiempo. No hay magia que definitivamente impida nuestro paulatino deterioro. Eso no significa descuidarse, sino poner entre corchetes el mito de la eterna juventud.

Es verdad que, en la actualidad, la esperanza de vida es notablemente mayor que antes. Muchos sexagenarios tienen ante sí dos décadas o más de “vida útil” que puede llenarse de significado o convertirse en una cámara de tormentos.

Existe una relación directa entre el deterioro y nuestra actitud física, mental y espiritual. Una vida pasiva y sedentaria acelera su desgaste. La falta de movimiento, una interacción social pobre o la dejación espiritual les hacen languidecer. Si a ello se suma la soledad, el proceso de declive se acelera. Pasar el día sin otro estímulo que el televisor o el móvil, sin recibir visitas ni cultivar el espíritu hace que a muchas personas se les apague toda motivación que les estimule a vivir su atardecer con sentido y entereza.

Hay una evidencia patente: Lo que cuenta no son las arrugas ni la pátina del tiempo transcurrido, sino los ideales que uno ha cultivado desde la juventud. Así pueden florecer, como las flores del galán de noche que emanan su perfume más intenso al caer la tarde, cuando el día avanza hacia el anochecer. Lo más triste de la vejez no es que acaben las alegrías, sino que terminen las esperanzas.

Juan Carlos cmf

(FOTO: Matthew Bennett)

 

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