En este siglo acabaremos con las enfermedades, pero nos matarán las prisas”  apostilló en la pasada centuria el eminente doctor D. Gregorio Marañón. El tiempo le dio la razón, pero sólo en la segunda parte de su sentencia. Muchas personas enferman aceleradas e instaladas en la prontomanía, con los agobios de tener que contestar inmediatamente a todos los estímulos que reciben. ¡Como si no hubiera un “después” para esas ineludibles urgencias! Es verdad que para algunos la prisa supone prestigio y reputación, porque suponen que los muy ocupados son los profesionales más competentes. Lo cual en la mayor parte de los casos no es verdad. Por otra parte, la aceleración denuncia a veces una mala gestión del tiempo, de desconcentración, de olvidos. Quienes retrasan sine die la resolución de sus asuntos, al final sucumben bajo la asfixiante presión de tener que resolverlos precipitadamente y mal.

Una persona acelerada corre inminente riesgo de sucumbir bajo el estrés y la ansiedad. Queriendo anticipar ansiosamente el futuro, se devora el momento presente sin disfrutarlo. Lo triste es que a muchos nos enseñaron a aprovechar el tiempo, en lugar de saborear y sentir la existencia. A 200 revoluciones vuelan los días a velocidad de vértigo, sin dar ocasión para saborear, admirar, escuchar, sentir, asombrarnos, discurrir,… A un estresado le caben más probabilidades de sufrir un accidente cuando, por  ahorrarse tiempo, va sin frenos saltando límites.

Muchos de nuestros relojes imponen implacables un ritmo vertiginoso a nuestras agendas, incurablemente salpicadas de reuniones, compromisos, viajes, estudios, encuentros, metas, urgencias, estímulos,… Si a ello añadimos la sobrecarga que las nuevas tecnologías, ya sin vuelta atrás, imprimen… la situación se complica. Las prisas llegan a convertirse así en estilo de vida. Hasta tal punto, que, de hecho, muchos no saben qué hacer con su tiempo libre cuando disponen de él. Estar desocupado les produce malestar, sensación de pérdida de tiempo, falta de autoestima… Para este tipo de personas, el aburrimiento es un suplicio, algo vacío y sin sentido. Por eso siguen corriendo aunque ni siquiera sepan hacia dónde.

A todos los que nos sentimos cansados y agobiados por las prisas, Jesús nos dice con la discreción que le caracteriza: “Venid a mí… y yo os aliviaré, porque mi carga es suave y mi yugo llevadero… Cada día tiene su propio afán”. Las palabras del Maestro nos invitan a “perder el tiempo” estando con Él, para curarnos de la epidemia de las prisas.

Juan Carlos Martos, cmf

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