En nuestro último siglo los modos de vivir y de pensar han cambiado más que en los diecinueve anteriores. A partir de esa constatación son muchos los que califican como drama radical que nuestro mundo actual, después de soportar esa «aceleración de la historia», esté padeciendo una «aceleración del egoísmo». Es innegable lo positivo de la recuperación de los derechos humanos o la revalorización de las libertades. A pesar de lo mucho y bueno que han aportado, amenaza la sombra de una feroz contrapartida: el declive de la aceptación del otro, incluso del más querido, del más cercano, o del más necesitado. La peor pandemia es la de la indiferencia, “la gran enfermedad de nuestro tiempo” (Papa Francisco). Sus efectos son tóxicos especialmente sobre el sentido de la vista. Quien tiene poca caridad ve pocos pobres, quien tiene mucha caridad ve muchos pobres, quien no tiene ninguna caridad no ve a ninguno. Me temo que estemos pagando un cierto tipo de progreso a un precio demasiado alto: o amamos menos o amamos peor. Eso se refleja en la superficialidad, en la inmadurez, el infantilismo… de las ideas y de las conductas consecuentes.
¿Cómo hacer para salir del laberinto? Un proverbio latino dice: “El camino es largo con las órdenes y corto con el ejemplo”. Estamos mejor dispuestos a imitar que a obedecer. La escuela más determinante es la observación. Otro proverbio lo expresa de manera más rotunda si cabe: “Los niños -y también los demás- no obedecen, imitan”. El problema es que lo imitan todo, lo bueno…. y lo no tan bueno.
En consecuencia, no debemos menospreciar el increíble valor educativo de la mirada: “Los ojos beben cuanto ven. Lo que entra me habita”. Lo constata una evidencia: La búsqueda compulsiva de mensajes y correos electrónicos está creando una dependencia general del móvil y la deformación de las relaciones. Si los sentidos externos se nutren de un cierto alimento, no se puede pretender que la sensibilidad y la conducta correspondiente vayan en otra dirección. Su antídoto no puede ser otro que el dar visibilidad a los buenos ejemplos.
Necesitamos personas ejemplares con visibilidad social. “Ejemplar”, en la primera acepción del diccionario, el que «da buen ejemplo y, como tal, es digno de ser propuesto como modelo». El despertar de los valores ya no puede hacerse con deseos inútiles, ni con prédicas o amonestaciones enfáticas que son inmediatamente rechazadas o ridiculizadas, sino con un retorno a esa educación que nace del buen ejemplo, del contagio por mímesis, de la imitación de la excelencia… que generen simpatías. Porque “ubi amor, ibi oculus”.
Juan Carlos Martos cmf